¿Cómo puede ser que haya gente que se crea estas cosas? No es tan difícil de entender. Primero, la gente se cree lo que quiere creer; segundo, el instinto ovejuno es fuerte en los seres humanos y si toda la gente en tu entorno cree en algo lo más probable es que tú te lo vas a creer también. Una vez entendido esto, no se requiere un salto muy grande de la imaginación para comprender porque hay más de 50 millones de personas en Estados Unidos convencidas de que Biden le robó las elecciones presidenciales al hombre bebé y que, como siempre, los “medios tradicionales” lo sabíamos pero nos pagaron por nuestro silencio.
Vivimos, se afirma, en la era de la posverdad. Evidentemente. El error es pensar que esto es algo nuevo. Es la norma. La humanidad es crédula por naturaleza. A diferencia de otros animales pensamos demasiado, no vivimos en el momento, miramos al futuro y no soportamos la idea de la muerte. Como consecuencia hemos buscado consuelo durante siglos en la reencarnación o en la vida eterna. Si sumamos los que creen que después de morir reaparecemos en la tierra como conejos o mariposas o pangolines a los que están seguros de que, en realidad, no nos moriremos sino que viviremos en el paraíso para siempre, estamos hablando de mucho más de media humanidad.
Todas la culturas a lo largo de todos los tiempos han recurrido a la fe para intentar poner orden en el caos y espantar terrores. Convencerse de que Trump es digno de ser presidente del país más rico y fuerte del mundo, de que semejante bufón es la única barrera ante el apocalipsis, es un disparate, pero no más disparate que creer que se llegará a un mundo mejor a través de religiones laicas como el marxismo o el fascismo, depositando nuestra fe en figuras como Hitler o Stalin o Putin o Xi Jinping.
Hemos estado programados ─no todos pero muchos─ para esperar más de Estados Unidos. Por eso los últimos cuatro años nos han resultado tan chocantes. O, en algunos casos, motivo de celebración. Poner en cuestión, como hizo Trump, un sistema basado en la ley y la libertad individual ha sido un regalo para los que gobiernan a través de la mentira y la fuerza. Eso se fue pero quizá vuelva dentro de un tiempo. Quizá aparezca en Estados Unidos un líder menos inepto que Trump, una persona cuyos impulsos autoritarios vayan acompañados de la astucia necesaria para hacer una revolución de verdad.
Una de las fantasías de la izquierda es que Trump ha sido un fascista. Ridículo. Mussolini, que sí lo era, definió el fascismo a la perfección: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. Trump no llegó ni de cerca. Logró tener en su contra a la CIA y a la FBI, a la mayor parte del funcionariado, a los jueces, a los militares. La noción de que iba a ser capaz de orquestar un golpe de estado solo se la podía creer gente más alejada de la realidad de lo normal.
Siendo la democracia el sistema de gobierno menos peor que se ha inventado hasta la fecha, es un alivio ver de nuevo a una persona en la Casa Blanca que lo va a custodiar e intentar preservar. Muchos se preguntan si Biden será capaz de hacer los cambios a los que aspira. Quizá, pero eso no es lo más importante. Como la experiencia trumpera nos ha demostrado, la prioridad de un presidente en un país con tanto loco suelto como Estados Unidos tiene que ser defender la civilización contra el delirio.
Por eso, y no por lo que logró o no logró hacer, Barack Obama fue un buen presidente. Por eso lo será Joseph Biden, una persona adulta y decente cuyo compromiso con los valores esenciales de la democracia nos recuerda algo que Trump casi nos hizo olvidar, que Estados Unidos tiene sus defectos pero que hay cosas peores, que hay locos más locos que otros, que hay regímenes como el de Rusia o el de China, ambos crueles y represivos, ambos con el recuerdo reciente de grandes fantasías fallidas.