Está por empezar una de las más ásperas campañas electorales de la última década, con un oficialismo desesperado por recomponer la calma que Cristina perdió no bien observó que la derrota electoral es sinónimo de un empeoramiento de su situación en las causas por corrupción en las que está acusada.
La vicepresidenta descree de la división de poderes, al extremo de postular una revisión completa de la herencia de la Revolución Francesa, y se aferra a la creencia de que los votos la hacen inocente, tanto como la declaran culpable en caso de perderlos. Aunque soslayado entre tantos otros ruidos, es ese el motivo que provoca el impulso de imponer sin miramientos un gabinete para una operación electoral a un cada vez más debilitado Alberto Fernández.
Para más adelante, si queda tiempo y el azar de otras urgencias no se cruza en el camino, tal vez alguna vez, algún día, algún gobierno, se ocupe de resolver los graves y crónicos problemas que provocan tantas derrotas electorales.
Sergio Suppo
LA NACION