Cavallo había sido el último recurso de De la Rúa para salvar la convertibilidad. Como en un movimiento fetichista, recurrió al inventor, como si estuviera en posesión de las claves secretas del experimento. Desde el primer día, el 20 de marzo, la inserción de Cavallo en el gabinete fue imposible. Se lo sumó en una reunión multitudinaria, en la que estaba la principal dirigencia del partido, convocada por De la Rúa a través de Enrique Nosiglia. Solo los colaboradores directos del presidente sabían de qué se trataría el encuentro. La mayoría llegó a Olivos y se topó con De la Rúa escoltado por Ricardo López Murphy, quien había renunciado a bordo de un avión que lo traía desde Chile, y Cavallo, la nueva estrella. El padre de la convertibilidad hizo esfuerzos sobrehumanos para elogiar a un radicalismo que lo recibía de muy mala manera. Pero en medio del encuentro, Leopoldo Moreau lanzó una diatriba contra el “invitado” y todo terminó a los gritos.
El nuevo ministro hizo una catarsis exaltada en la que, entre otras cosas, se refirió a la impotencia de los radicales para resolver cualquier tipo de problema en el país. Moreau y Cavallo eran viejos enemigos. El entonces senador Moreau había sido, en 1995, quien llevó adelante una ardiente interpelación contra el ministro estrella de Carlos Menem, haciéndolo responsable del escandaloso contrato informático entre el Banco Nación y la empresa IBM. Moreau era la expresión más extrema del fastidio que todo el radicalismo sentía por Cavallo. Las raíces de ese odio eran profundas. Se remontaban a otra caída, la de Alfonsín, cuando Cavallo pidió a la banca internacional que ya no le prestara más al gobierno argentino porque el peronismo, que se encaminaba hacia la Casa Rosada, no se haría cargo de esa deuda. Cavallo niega esa versión, que Daniel Marx, encargado de financiamiento en aquel final hiperinflacionario, afirma. Es un antecedente del gesto que tuvo Alberto Fernández cuando, ya vencedor de las primarias del 9 de agosto de 2019, le indicó al Fondo Monetario Internacional que también dejara de seguir financiando al país, con la diferencia de que la de Fernández fue una agresividad inocua: el FMI ya había suspendido los desembolsos del megacrédito concedido a la Argentina.
La enemistad de Cavallo y el radicalismo se alimentó más tarde con otro derrumbe, el de Eduardo Angeloz como gobernador de Córdoba, a quien el Ministerio de Economía le negaba los avales necesarios para seguir accediendo al crédito internacional.
El vocero de esta historia de inquinas fue, en los últimos tiempos de la gestión de De la Rúa, Alfonsín. El modo en que expresaba su veto al ministro de Economía era el reclamo de un “gobierno de unidad nacional”. Es decir, un acuerdo con el PJ, que era por definición imposible si Cavallo seguía en el gabinete. De la Rúa, que practicaba el cinismo hasta el borde de la crueldad, contestaba sin insinuar siquiera una sonrisa: “Pero si tenemos un gobierno de unidad nacional… ¿O no lo incorporamos a Cavallo?”.
En lugar de Cavallo, fue designado el jefe de Gabinete, Chrystian Colombo. Era un hombre clave del gobierno. Íntimo amigo de Enrique Nosiglia, operó hasta último momento como un puente con Alfonsín y la dirigencia del partido. Con una capacidad de trabajo y diálogo inagotables, sin la bonhomía de Colombo el desbarajuste final de la gestión de la Alianza hubiera sido mucho más feroz. De todos modos, con la salida de Cavallo terminaba el gobierno de De la Rúa. Lo que siguió a aquella noche fue una escena dantesca.
El 20 se inició con saqueos en todo el país. Mónica Gordillo anota una modalidad: avanzaban hombres armados, pero el ataque a los comercios lo realizaban mujeres. El saldo fue trágico. Solo ese día hubo dieciocho muertes, sin contar las que se produjeron por la represión de la Policía Federal en la plaza de Mayo y la del Congreso.
Ese dramatismo contrasta con algunos relatos retrospectivos que se pueden escuchar todavía hoy de personas que viven en barrios populares y participaron en esos desmanes. Cuentan los asaltos a supermercados, sobre todo a los regenteados por chinos, con cierto tono festivo. Ayuda mucho a entender esta tonalidad un concepto acuñado por Denis Merklen: el oportunismo del pobre entendido en analogía con la lógica del cazador. El concepto capta muy bien lo que se advierte en la vida cotidiana del que vive con necesidades acuciantes: está todo el tiempo atento al beneficio que pueda aparecer. Está al acecho. El avance sobre los supermercados se narra todavía hoy como una oportunidad que se abrió en un momento dramático, cuando el hambre merodeaba por las villas. No queda claro quién la abrió, ni hay que interrogar mucho sobre eso. Grupos de amigos o parientes aprovecharon esa licencia.
Desde luego, al asalto de los necesitados se sumaron los que viven en lo que Javier Auyero denomina, analizando este fenómeno, “zona gris”.
Es un área en la que no está clara la frontera entre el puntero y el delincuente, que al mismo tiempo es informante de la policía. “Concibo la zona gris como un objeto empírico, a la vez que como una lente analítica que conduce nuestra atención hacia un área borrosa donde los límites normativos se disuelven, los actores del Estado y las élites políticas promocionan o activamente toleran o participan en la producción de los daños”.
Jorge Ossona converge con esa idea cuando estudia, en uno de sus interesantísimos trabajos de campo, los saqueos en Lanús y en Villa Fiorito del 19 y el 20 de diciembre. Ossona identifica a Samuel “el Pampa” Martínez como uno de los cabecillas de esos saqueos y, a la vez, como el que negoció con la policía para que pudieran llevarse a cabo. El vandalismo estuvo estimulado por las noticias que llegaban desde otros lugares del país, pero fue una operación organizada, desde la base territorial, aunque con intervención de sectores del municipio ligados al PJ, es decir, opositores del intendente de aquel entonces, Edgardo Di Dio, del Frepaso.
La explicación de Ossona es muy valiosa, porque expone el movimiento de las fuerzas en juego en medio de una transición. Samuel, nos dice, tenía por misión evitar que los piqueteros se pusieran al frente de la movilización de los vecinos. Es decir, tenía que defender la autoridad del puntero frente a un nuevo actor social, el piquetero, que iba adquiriendo poder en la medida en que conquistaba y suministraba los recursos distribuidos desde la nación. Es inevitable recordar la frase de Antonio Gramsci: “El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer, y en ese claroscuro surgen monstruos”.
En los saqueos hubo, entonces, algo de la vieja asociación entre punteros, malandras y policías destinada a regular el conflicto y el delito dentro de márgenes “razonables”. Un viejo comisario de la zona cuenta hoy que el 19 hubo una reunión de diez jefes de comisarías con el titular del comando de Lanús en la que acordaron “organizar” los saqueos. Hasta ese momento parecía haber una instrucción por la cual debía dotarse de seguridad a las sucursales de las grandes cadenas y dejar expuestos a los supermercados chinos. “Pronto nos dimos cuenta de que, una vez que destrozaban al chino, la gente se lanzaba sobre jugueterías, ferreterías, lo que fuera”. La intervención consistió en inducir a los comerciantes chinos a entregar de a veinte bolsos de comida, con control policial.
Según este oficial, las circunstancias diferían según quién fuera el intendente del lugar. “En Lanús estaba Manolo Quindimil, que no quería que su distrito apareciera en televisión. Si el intendente en cambio era nuevo, como sucedía en Malvinas Argentinas, donde [Jesús] Cariglino había asumido en 1995, podía explotar todo”. Queda por ser despejada otra incógnita frecuente: si en la misma maniobra de administración del vandalismo hubo participación del gobierno nacional a través de la Secretaría de Inteligencia.
En el fondo de estas observaciones yace la hipótesis resbaladiza de un golpe de Estado blando, organizado por el aparato peronista del conurbano contra el gobierno de la Alianza. Esa presunción se sostiene en un, llamémosle así, detalle: la movilización hacia la plaza de Mayo.
En el fondo de estas observaciones yace la hipótesis resbaladiza de un golpe de Estado blando, organizado por el aparato peronista del conurbano contra el gobierno de la Alianza. Esa presunción se sostiene en un, llamémosle así, detalle: la movilización hacia la plaza de Mayo. La convulsión en el Gran Buenos Aires no parecía tener un objetivo político. No se registraron ataques generalizados a las intendencias, por ejemplo. Era gente en busca de comida, alentada por delincuentes que comunicaban la falsa novedad de que en tal o cual supermercado se estaban repartiendo alimentos. Los investigadores que mejor estudiaron el fenómeno no se animan a afirmar que esas redes territoriales tuvieran una coordinación superior. Lo que sí está fuera de toda duda, y lo afirma ese oficial de policía ya citado, es que la instrucción que llegó desde el gobierno provincial fue que no se reprimiera, que se evitara la sangre.
Para iluminar esta escena, vale la pena acudir a un relato valiosísimo que llega desde la pluma de Felipe Solá, por entonces vicegobernador de Ruckauf. Las memorias de Solá son ricas por varios motivos: cuentan mucho, en un país en el que los políticos dan versiones tan estilizadas de los hechos que se vuelven por completo inverosímiles; además, cuentan bien, en especial por ese extraordinario sentido del humor que caracteriza a su autor. Solá relata allí una reunión clave que mantuvo el 19, cuando promediaba la tarde, en el Hotel Elevage. Se encontraron con él Carlos Becerra, que era el jefe de la Secretaría de Inteligencia (SIDE), actual Agencia Federal de Inteligencia (AFI); Enrique Nosiglia, que sin tener un cargo oficial fue una figura protagónica en toda la crisis; Juan José Álvarez, ministro de Seguridad de la provincia; Alberto Balestrini, intendente de La Matanza. Lo mejor es dejar hablar a Solá, quien comienza reproduciendo lo que él mismo les dijo a los representantes del gobierno:
—No tiene sentido que discutamos las causas del desastre, ni que nos echemos culpas mutuas por los saqueos. A esta altura tenemos que ponernos de acuerdo sobre qué vamos a hacer esta noche. La policía de la provincia está superada: cuando caiga la oscuridad, puede haber tiroteos. Mañana podemos encontrarnos con 500 muertos en el conurbano si no actuamos ya. Necesitamos a todas las fuerzas posibles recorriendo los distritos: cuanto más aparato de prevención se pueda mostrar, mejor. Mandan la Gendarmería, la Prefectura. Pero que no usen sus armas, excepto en una cuestión de vida o muerte. Van a re-co-rrer. ¿Pueden hacerlo?
—Hace falta el estado de sitio para eso —respondió Coti, cuya serenidad contrastaba con el silencio atemorizado de Becerra, que escuchaba, pálido e inmóvil.
—No, Coti. Basta con que el gobernador se los pida por escrito. Con eso están cubiertos.
—¿Me esperan que hago una llamada? —dijo Coti, se levantó y salió.
Diez minutos después regresó:
—Lo vamos a hacer. Ya está arreglado. Ya le avisé al ministro Ramón Mestre, y están en marcha —remató. “O este tipo es un fanfarrón o tiene todo el poder”, pensé, dada la sencillez del trámite.
Nos despedimos. En el ascensor Juanjo susurró, siempre propenso a imaginar conspiraciones:
—Se dieron cuenta, ¿no? Está clarito: el quilombo lo armaron ellos.
—Juanjo, estás en pedo. Ellos ya saben que se van. El Coti disimuló bien. Pero, ¿viste la cara de Becerra? ¿Cómo se te ocurre que van a ponerse a armar saqueos si están contra la pared? —objeté.
—El tema es que se viene la noche y estos son unos ineptos. No conocen el Gran Buenos Aires. Y estamos en sus manos —observó Balestrini.
—Pero por ahora no podemos hacer más que esto.
Les pedí que no incrementasen el quilombo en la reunión a la que íbamos, en el piso 19 del Banco Provincia, donde ya estaban Duhalde, Ruckauf y un grupo grande de intendentes del conurbano. Nos enteramos de que, poco después de nuestro encuentro con Coti, se había declarado el estado de sitio.
Los celulares ardían, para informar a los caciques sobre lo que pasaba en sus distritos. Se los veía muy mal; algunos no podían hablar, sobre todo los más fuertes, porque sentían que su poder no había servido para parar los disturbios. Vi lágrimas en tipos rudos.
[...]
De la Rúa dirigió un mensaje esa noche, anunciando la declaración del estado de sitio. El país estalló en un cacerolazo. Se aceleró la movilización de vecinos hacia la plaza de Mayo, un clima de agitación social sin precedentes.
A las 2 de la mañana se conoció la renuncia de Cavallo, que venía siendo anunciada desde la medianoche, en lo que fue a todas luces una operación de acción psicológica para sacarlo del cargo. En su libro Doce noches, Ceferino Reato registra un diálogo de Cavallo con De la Rúa, en el que el presidente convence a su ministro de no renunciar con el argumento de que querían voltear su gobierno. En las bocacalles del centro se multiplicaban las hogueras. La guardia de Infantería de la Policía Federal chocaba con los manifestantes. Durante la mañana, se reprodujeron los disturbios, con quema de comercios vecinos al obelisco y de autos a pocos metros de la Casa Rosada.
Uno de los vectores de la crisis de 2001 fue la competencia entre la nación y la provincia de Buenos Aires por ver cuál de las dos caía primero. Entrelazado con esa rivalidad, se desarrolla también un duelo político entre oficialismo y oposición, pero, sobre todo, en la interna peronista.
La renuncia de De la Rúa se produjo al día siguiente. Tuvo un disparador objetivo: reunidos por Nosiglia en el Hotel Elevage, los principales dirigentes del PJ, entre los que se encontraba Eduardo Menem en representación de su hermano Carlos, no encontraron una fórmula para constituir un gobierno de unidad nacional. Fue el argumento que daría el presidente en su último mensaje, a media tarde. ¿Hubo otro detonante? Las versiones difieren. De la Rúa le dijo a Reato que la bala final la disparó Maestro, desde el departamento de Alfonsín, cuando lo llamó para comunicarle que había perdido el respaldo del partido. De la Rúa aporta un dato para él importantísimo: Alfonsín había hablado un rato antes con Eduardo Duhalde. Maestro niega ese entramado.
En su mensaje del 19, el presidente, que era un artista de la insinuación, había dicho lo siguiente: “En un contexto económico y social donde muchos argentinos sufren serios problemas, grupos enemigos del orden y de la república aprovechan para intentar sembrar discordia y violencia, buscando crear un caos que les permita maniobrar para lograr fines que no pueden alcanzar por la vía electoral”.
Esa afirmación ilumina muy bien cuál era la situación desde la que De la Rúa contemplaba la escena. Por un lado, un esfuerzo llamativo por negar lo evidente: bajo sus pies se había producido un estallido. Por otro, la convicción de que todo era el resultado de una conspiración de los que no habían podido ganar las elecciones. No las de ese año, sino las de 1999.
Esta segunda tesis puede ser, en lo anecdótico, más que discutible. Pero hace juego con un proceso que se había desarrollado durante, por lo menos, el año y medio anterior a la renuncia de De la Rúa. Este es el fenómeno que hay que resaltar: uno de los vectores de la crisis de 2001 fue la competencia entre la nación y la provincia de Buenos Aires por ver cuál de las dos caía primero. Entrelazado con esa rivalidad, se desarrolla también un duelo político entre oficialismo y oposición, pero, sobre todo, en la interna peronista.
Carlos Pagni
LA NACION