En la Naturaleza todo lo que no se cuida, decae, como explica la termodinámica con mayor complejidad. Las personas deben dedicar energías diarias a cuidar a sus hijos, alimentarlos y curarlos, además de mantener sus viviendas, vestirse y asearse. Esa simple enseñanza cotidiana es aún más importante para la vida colectiva pues si nadie se ocupa de gobernar, la sociedad se degrada. Sin un buen gobierno que gaste con prudencia, haga cumplir las leyes y respete la Justicia, el orden social se convierte en anomia, y el Estado de Derecho en imperio del más fuerte, como en tiempos pretéritos.
Hace solo 100 años, durante el segundo mandato radical, la Argentina era todavía un país próspero, ejemplo mundial y tierra de oportunidades que atraía millones de inmigrantes por su futuro promisorio. No por empleos públicos ni por planes sociales, sino para hacer surcos con arado y alpargatas. Luego se ahorraba y se progresaba con movilidad social ascendente. Pero después de 80 años de populismos de toda laya, nuestro país ha alcanzado niveles de pobreza entonces inimaginables. No cumplió su “destino de grandeza”.
Cuando Alberto Fernández, al asumir su gestión, anunció que pondría “a la Argentina de pie”, cedió su autoridad presidencial a un triunvirato amoral cuyo pacto fundacional priorizó la impunidad de Cristina Kirchner sobre cualquier otra política de Estado. Nadie se hizo cargo de cuidar a los argentinos.
Así como los muros se agrietan, los metales se oxidan y las plantas se secan si nadie las cuida y las repara, la sociedad se desarticula cuando gobernantes malversan la democracia en su provecho, desvirtúan las instituciones y dedican su tiempo a crear teorías y relatos para ocultar la corrupción. En ausencia de cuidados, la nación se repliega sobre sí misma, involucionando al estado de naturaleza.
El terceto amoral simula ignorar que, al bajar el nivel de vida de la población, no contará más con alimentos nutritivos, salud oportuna, educación regular, viviendas decorosas, transportes confiables, energía sin cortes y seguridad suficiente. Condicionado por el pacto de impunidad que impide reducir el gasto y la emisión, el país cae en un tirabuzón inflacionario hacia las profundidades más abyectas de la miseria y la irrelevancia.
Para la Argentina minúscula, todo parece caro e inalcanzable como el mundo que encontró Gulliver al despertar entre gigantes. Y el Gobierno, con cara de distraído, azuza la furia contra el campo, industriales de la alimentación y distribuidoras de luz, colegios y prepagas, supermercados y mayoristas, contra el cable e internet. El terceto amoral sabe que los bienes y servicios cotidianos tienen costos en dólares, desde máquinas y equipos, hasta el gas importado o insumos, repuestos, partes y piezas que vienen de lejos. Desde drogas y moléculas, hasta los sistemas informáticos y las tecnologías extranjeras. Y que las empresas necesitan, además, divisas para pagar regalías, pasajes, fletes, seguros, honorarios, comisiones y abonos diversos, a precios internacionales.
Se equivoca el oficialismo cuando advierte que la derecha quitará derechos. Los derechos ya están vaciados por la ineptitud del triunvirato gobernante
Poder contar con bienes habituales, que son fruto de años de civilización, requiere de buenos gobiernos. Por cada escalón que se descienda hacia el Averno de la decadencia, más lejos estaremos de la civilización y de sus frutos. Se regresará al Neolítico si no pueden pagarse prestaciones esenciales para vivir con decencia. A mayor inflación, mayor “brecha” cambiaria y cuanto esta más se amplíe, más se alejará el bienestar del alcance de todos. Por cada giro del tirabuzón hacia la miseria, más frecuentes serán los cortes de luz y peores resultarán el transporte, la nutrición, las viviendas, la salud y la seguridad, con su secuela de violencia familiar, deserción escolar, adicciones y narcotráfico.
No basta ordenar, como el solitario rey de El Principito en su asteroide, que los precios se alineen con los salarios. Los precios internacionales no bajarán para la Argentina, pues el mundo debe afrontar otras crisis globales mucho más graves. Y tampoco bastarán paritarias más frecuentes, pues los aumentos nominales jamás le ganarán a la inflación: quienes cobren los gastarán de inmediato, acelerando la velocidad de circulación de sus billetes inservibles.
La secretaria de Energía, Flavia Royón, declaró que “lo que se gasta en facturas de servicios, en relación a los salarios, es relativamente bajo”. ¿La cuadratura del círculo fue resuelta por su jefe, Sergio Massa? ¿Será que las tarifas se han alineado con los salarios? Obviamente, la joven ingeniera sabe, pero omite decir, que la diferencia se compensa con subsidios y estos motivan la mayor emisión que corroe los ingresos. Las familias pagan primero las facturas y luego, con amarga impotencia, los aumentos del almacén.
De nada vale declarar que “la energía es un derecho humano”, como lo son el alimento, la vivienda, la educación y la salud, también fuera del alcance de quienes menos tienen. Es inútil crear derechos por doquier a sabiendas de que carecerán de vigencia si no hay moneda, ni se alienta la inversión. Serán huecos al nacer si se desprecia la seguridad jurídica, el mérito y el esfuerzo.
Se equivoca el oficialismo cuando advierte que la derecha quitará derechos. Los derechos ya están vaciados por la ineptitud del triunvirato gobernante, incapaz de privilegiar el bien común sobre los sórdidos designios de quien somete a sus dos odiados acólitos en procura de su propia impunidad.
Así como la Casa de la Moneda importa billetes para acelerar la rueda de la ilusión monetaria, podría aplicar su experiencia ilusionista para imprimir cuadernillos, como libros rojos de Mao, detallando los derechos amenazados por la derecha. Con seguridad, cuando sean agitados por militantes ante góndolas desiertas, hospitales desprovistos, escuelas vacías, trenes parados, colectivos ausentes, comisarías distraídas y tierras usurpadas, se alineará la realidad con el discurso, sin ajustes neoliberales, ni renuncias ideológicas.
LA NACION