Cuando fracasa, un gobierno no peronista lo hace para siempre; en cambio, una administración justicialista puede destruir una y otra vez al país
Una sociedad infestada por el cortoplacismo y la gratuidad, habituada a los regalos y desatendida de las obvias y terribles consecuencias de esas inconsistencias y despilfarros, acepta que se “pise” el precio de las naftas –como antes disfrutaba el congelamiento de la luz, que costaba mensualmente igual que un café con leche- y luego se escandaliza de que no haya combustibles en las estaciones de servicio. El periodista e investigador Damián Di Pace hizo tres cálculos muy ilustrativos: hasta la semana pasada 20 litros de nafta valían lo mismo que un kilo de uvas; 200 boletos de tren, igual que una pizza, y 115 viajes en colectivo, exactamente un kilo de helado. Aceptar esos obsequios sin cuestionarlos, hacerse olímpicamente el otario y luego, en el caso de las naftas, quejarse por el desabastecimiento o por el posterior sinceramiento de precios no es un pecado de pobres, sino una conducta patológica del argentino promedio. Fue Diego Cabot quien explicó, sin embargo, más integralmente el problema: gran parte de la sociedad ya no puede hacer frente a la nafta, la electricidad, el gas, el agua corriente, el tren y el colectivo. Veinte años de populismo estadocéntrico han pauperizado al país, pero han generado a su vez una dependencia de feudo provincial y, sobre todo, una corrupción mental que ha penetrado en amplios sectores sociales, incluso los más alejados del voto peronista. Todos nos hemos acostumbrado a vivir por encima de nuestras posibilidades, y están a punto de cortarnos la tarjeta. Que la mentira y el circo continúen es un acto de negación. El acto de un adicto perdido que no quiere curarse. Es por eso que un hechicero peronista hace unos trucos de mago infantil y ya convence a cualquiera. La última gracia que escuché es que debíamos votar a Massa para que no ganara la derecha. Humor pesado. Es que un gobierno no peronista cuando fracasa lo hace para siempre; en cambio una administración justicialista puede destruir una y otra vez al país, y seguir obteniendo el favor de las mayorías: se equivocó en esta ocasión, pero seguro que acierta en la próxima. Una parte muy importante de la sociedad –incluida una vez más aquella que no se considera simpatizante de Perón– está inconscientemente peronizada y es refractaria a los datos y las pruebas. Ahora mismo, por ejemplo, naturaliza la calamitosa mala praxis del ministro de Economía y está dispuesta a creerle que no conformará un quinto gobierno kirchnerista; para ello, se ha autoconvencido nuevamente de que Cristina Kirchner se jubilará y no condicionará una eventual gestión de Massa ni entablará con él una verdadera batalla campal cuando este quiera hacer las cosas a su manera y limar, como haría desde el minuto cero, al caballo del comisario: Axel Kicillof, el preferido de la arquitecta egipcia. El autoengaño sigue funcionando a pleno, porque el “pueblo” piensa que el ilusionista encontrará el milagro, el atajo para evitar la jeringa, y porque sus sectores dominantes –empresarios, sindicalistas, gerentes de la pobreza y pequeñoburgueses de mentalidad trucha– se han aclimatado a la mediocridad y al estilo mafia, y porque el camino de la recuperación argenta les resulta muy arduo. Da mucha pereza cambiar, que siga entonces el baile de máscaras. Millones resisten con los dientes apretados esa inercia, convertida en idiosincrasia tóxica, pero está visto que no son suficientes. Otros bajan los brazos y eligen el lacerante divorcio emocional.
Jorge Fernández Díaz
LA NACION