"Cada vez van por más; el oficialismo aprobó una ley sin contar con la mayoría necesaria."
(Del senador Luis Naidenoff.)
Decimosexta semana de cuarentena. Un encierro de 101 días; 2424 horas de aislamiento.
Nadie es culpable de la llegada del virus, pero cualquiera lo es si rompe la cuarentena. El infectado, enfermo al fin, es culpable de ser transmisor del virus; el médico es culpable de vivir en un edificio de departamentos; el comerciante es un irresponsable por querer trabajar; el asintomático es un peligro que hay que aislar; al sintomático hay que llevarlo directamente a Siberia; si el nene va al colegio es un peligro para el abuelo; si el abuelo sale a la calle es un peligro para sí y para la humanidad. Hay que recluir, desunir, separar, apartar, confinar, encerrar. Los casos son sospechosos, pero hay sospechosos que lo son más que otros. La disyuntiva no es salud o economía. Es salud o muerte. Y no te quejes, porque el Estado te cuida. El Estado está presente. Pero si algo sale mal, no va a ser culpa del Estado. En cada ciudadano hay un eventual culpable. Un asesino en potencia.
La vida se detuvo entre las cuatro paredes del hogar. Domina el miedo a lo desconocido. Porque lo conocido, lamentablemente, ya no parece causar miedo.
Mientras hibernamos de prepo, se truchan mayorías parlamentarias, presos por corrupción vuelven a sus casas; se desprocesa a funcionarios; algunos feudos provinciales desempolvan la represión; se cortan caminos, se cierran rutas y se guillotinan libertades; se duplica el gasto del Estado nacional; se ciberpatrulla el humor social; se recortan haberes jubilatorios generales mientras funcionarios y exfuncionarios reclaman retroactivos jubilatorios millonarios y que se los exima de Ganancias; se congelan proyectos; caen empresas; se reparten entre los alumnos de escuelas públicas cuadernillos con consignas políticas; se amenaza con expropiar la propiedad privada, y no se llega a reforzar el sistema sanitario: los tests no alcanzan, las camas sucumben ante la demanda, los hospitales están a punto de desbordar.
Afuera aceleran el paso, van a fondo. Si retroceden es solo para tomar impulso. Nadie sabe cuánto tiempo queda de encierro. A algunos les está dando réditos. Pero un día terminará y, al salir, el afuera será otro: arrasado, imprevisible.
El final de la pesadilla ya no depende del pronóstico de los epidemiólogos, sino de la respuesta política a la pregunta ¿qué les da más miedo?, ¿que esté la pandemia o que llegue a su fin?