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Notas de Opinion y Editoriales: El problema de la “objeción democrática” al Poder Judicial
19/02/2021 | 219 visitas
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Hoy, en la Argentina, este concepto es invocado por las malas razones y para los fines equivocados POR ROBERTO GARGARELLA LA NACION




Desde hace más de 200 años, en derecho se estudia el problema de la “objeción democrática” al Poder Judicial (“la dificultad contramayoritaria”, según la proposición original de Alexander Bickel). En la Argentina, somos varios los que nos interesamos sobre el tema desde hace décadas, movidos tanto por la curiosidad teórica como por las implicaciones de ese problema sobre nuestra vida política cotidiana. De manera resumida y torpe, la “objeción” vendría a decirnos que, en democracia, existe un problema cuando los asuntos constitucionales más importantes son decididos, finalmente, por una minoría (i.e., de jueces), y no por la mayoría. Se trata de un problema que se advierte cuando, por ejemplo, la mayoría de la población se pronuncia a favor de un tema de relevancia constitucional –pongamos, a favor del aborto, o la eutanasia, o el retorno a clases– y un juez o unos pocos jueces –por caso, tres jueces de la Corte, como en nuestro país– impiden que se ponga en práctica la voluntad de la mayoría. En la Argentina, recientemente, ese problema ha vuelto a tomar estado público ante situaciones de extraordinaria relevancia pública. La decisión del caso Muiña (el del “2 x 1”) nos ofreció uno de los ejemplos más notables en que se hizo visible la “objeción democrática” contra la Justicia (“¡¿cómo puede la Corte consagrar la impunidad frente a crímenes de lesa humanidad que toda la sociedad condena?!”), y tal vez la disputa sobre el retorno a clases nos ofrezca otro.

Quisiera señalar por qué muchos consideramos equivocados y superficiales (si no, directamente, manipulativos o tramposos) los usos que se hacen hoy del argumento democrático. Estaré pensando, en particular, en casos como los vinculados a la corrupción y la impunidad políticas, donde se condena o no se favorece a un cierto acusado, y el partido político que se siente afectado vocifera contra la “Justicia elitista”.

Según entiendo, la incomodidad que nos generan a muchos ciertos debates locales, recientes, sobre la materia se origina en el hecho de que tomamos como punto de partida una posición, si se quiere, radicalmente democrática: reivindicamos la “objeción democrática” asumiendo que todos los ciudadanos tenemos el derecho de intervenir protagónicamente en la discusión y decisión de los asuntos (constitucionales) que más nos interesan (asuntos que no pueden quedar exclusivamente en manos de jueces y políticos, como hoy quedan). Consideramos que no se nos puede tratar como “meros espectadores” cuando se toman decisiones sobre aborto, juicios de lesa humanidad, corrupción, economía o pandemia. Para expresarlo de un modo aún más sencillo: cuando decimos que tales asuntos (aborto, corrupción, restricciones de derechos durante la pandemia, etc.) deben ser objeto de una decisión democrática, no estamos afirmando “quien debe decidir es el Gobierno” (o “Alberto Fernández” o “los Kirchner” o “Macri”) y no la Justicia, sino que decimos, más bien, que “los ciudadanos debemos poder discutir y decidir (también) sobre esos asuntos”.

La formulación recién presentada puede parecer demasiado abstracta o demasiado ambiciosa, pero resulta fructífera para evaluar y entender muchos de nuestros actuales desacuerdos en la materia. Algunos ejemplos.

¿Ampliar la Corte Suprema? Escuchamos muchas veces, en estos días, críticas “antielitistas” frente a la Justicia, como la siguiente: “No hay ninguna república en que la estabilidad institucional quede en manos de tres personas. Eso solo pasa aquí… De cualquier manera, hay que ampliar el número de miembros de la Corte Suprema de Justicia” (esta cita es del 3 de enero, y pertenece al exjuez de la Corte Raúl Zaffaroni). Contra este reclamo, quienes enarbolamos la “objeción democrática” arriba expuesta entendemos que ampliar la Corte de cinco a 25, 55 o 105 jueces es más o menos lo mismo (o peor), porque el problema del “elitismo” no se resuelve nombrando más jueces, sino que así se expande, mientras que la ciudadanía sigue quedando excluida de esas decisiones.

¿Tribunal intermedio? Una crítica similar merece la propuesta de crear un “tribunal intermedio de control de motivación de sentencias”, como la presentada días atrás por el Consejo Consultivo para el Fortalecimiento del Poder Judicial, creado por el Gobierno. Otra vez, si lo que nos interesa es terminar con el “elitismo judicial” y promover el debate público, el “tribunal intermedio” agrava, en lugar de minimizar, el problema (si el Poder Judicial es, por naturaleza, “elitista”, más tribunales implican, entonces, “más elitismo”).

¿Jueces elegidos popularmente? Esta otra “propuesta de solución” al problema del “elitismo” es particularmente absurda, porque, frente a jueces con estabilidad por décadas, lo que importaría realmente, en términos democráticos, es el control inmediatamente posterior el día siguiente de su elección. Si la ciudadanía no controla nada desde entonces, el problema queda peor que al comienzo: el juez hace lo que quiere, pero ahora en nombre de la voluntad popular.

¿Plebiscitos? Alguien podría replicarnos, a esta altura, que si lo que queremos es “más participación ciudadana”, entonces que “plebiscitemos todo” (la pena de muerte, las vacunaciones, etc.). Esta réplica, sin embargo, es tan común como torpe: en la medida en que los plebiscitos se desarrollen como se han desarrollado estos años (i.e., en el Brexit o en el Acuerdo de Paz en Colombia), estos resultan muy poco atractivos para el demócrata arriba descripto, que valora tanto la “inclusión social” como el “debate público.” Ello así porque los plebiscitos de hoy tienden tanto a favorecer lo primero –la inclusión social– como a negar o hacerse a expensas de lo segundo –el debate público–.

¿Todo el poder al Congreso? La respuesta más fácil frente a la “objeción democrática” diría: “si tanto quiere democracia, entonces que decida el Congreso, que representa la voluntad del pueblo”. Se trata de una mala respuesta por varias razones (cito solo dos): al Congreso le corresponde decidir conforme a reglas (i.e., requisitos de mayorías fijados por la Constitución) que no debe controlar por sí mismo, y sobre todo, porque en el marco de la actual “erosión democrática” y la “crisis de representación”, de ningún modo puede decirse que la “voluntad del Congreso” equivale a la “voluntad del pueblo”.

Alguien podrá concluir, entonces, que a los demócratas “nada nos viene bien” o que “pedimos lo imposible” cuando invocamos la “objeción democrática”. Pero no es así: pedimos lo que, en democracia, es posible y exigible, pero el poder establecido sistemáticamente nos niega. Es fácil ilustrar con ejemplos concretos qué es lo que podríamos valorar. En nuestro antielitismo podemos requerir, por ejemplo, que las decisiones sobre la pandemia no dependan de lo que diga “un grupo de expertos amigos del Presidente”; que los ciudadanos tengamos un papel central en la discusión acerca de la vuelta a clases o en los debates acerca de cómo procesar las peores tragedias que atravesamos (i.e., qué políticas adoptar en materia de crímenes de lesa humanidad); que, frente a los temas más divisivos (como el aborto, la eutanasia, el matrimonio igualitario) se promueva y tome en serio la labor de las asambleas ciudadanas (como se concretó, notablemente, en un país de tradición conservadora y católica como Irlanda, desde 2015), etc.

Hoy, en la Argentina, la “objeción democrática” contra la Justicia es invocada por las malas razones y para los fines equivocados: se habla de Justicia “elitista” cuando un fallo no garantiza la impunidad del poder (y se hace silencio cuando la favorece); se pide una “Justicia popular” para encubrir la “liberación” de los empresarios afines al poder de turno; se amontona el nombramiento de jueces y fiscales “amigos” con la excusa de que la Justicia está “tomada por una corporación antidemocrática”. Es importante, frente a ello, que los demócratas no nos dejemos engañar, nunca más, ni aceptemos el vulgar reemplazo de una elite (la elite judicial) por otra (la elite política). Aunque esa misma elite nos diga que estamos pidiendo demasiado.

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