Los médicos curan, los abogados resuelven litigios, los arquitectos construyen edificios, los periodistas informan. ¿En qué consiste la razón de ser de los políticos? Si se debiera responder esa pregunta solo con lo que se ve habría que decir que se chicanean y se difaman entre sí, hacen denuncias continuas sobre sus adversarios, tienen una activísima presencia en las redes sociales en las que incluyen selfies y tratan de mostrarse habilidosos en actividades ociosas y zalameros con sus posibles votantes. De gestión, poco y nada. Y qué se sepa, el oficio de ser político consiste en resolver los problemas del Estado. Algo que en nuestro país sucede bastante poco y mal.
Esta es la principal razón de ser de la profunda y creciente decadencia argentina: mientras los dirigentes se pelean, traban y distorsionan el normal funcionamiento de las instituciones, las anomalías se acumulan y se agravan porque nadie se ocupa de ellas en forma idónea. El sistema democrático requiere la confluencia y colaboración de oficialismos y oposiciones. Está muy bien que piensen distinto y tengan sus matices, pero parte esencial de su trabajo requiere que en algún momento se pongan de acuerdo para avanzar.
Lo ideal es que la mayoría de las veces lo puedan hacer por consenso y no por la mera imposición de la mayoría sobre la minoría. Si el diálogo fuera fructífero seguramente el proyecto final para aprobar sería superador que el original de cualquiera de las partes.
El conflicto es inherente a la condición humana. Tiene su razón de ser cuando las partes no se ponen de acuerdo. Pero en dosis acotadas y con un norte claro: lograr un consenso para seguir adelante. Cuando las discrepancias se eternizan, las soluciones se alejan y en su lugar aparecen los agravios. Si eso pasa entre dos países, en una escalada imparable, sobreviene la guerra, como sucede hoy en día entre Rusia y Ucrania, con el lamentable saldo de pérdidas humanas y materiales en una sangría sin fin a la vista.
Una pareja puede tener muchos problemas conyugales, pero llega un punto en que tendrá que sentarse a conversar y en ver cómo restañan los desencuentros para seguir juntos o, si no hay más remedio, separarse. En una empresa también hay discusiones acaloradas, pero en un momento el que tiene mayor rango impondrá su posición y los demás tendrán que cuadrarse o irse. La pelea infinita, en cualquier ámbito, es destructiva e impide avanzar.
¿Por qué entonces los políticos argentinos han elegido como modus operandi pelearse continuamente ya no solo con los del bando contrario sino también dentro de sus propias filas?
Lo peor es que no se trata de una moda pasajera. Ya lleva un montón de años y los resultados están a la vista: nueve de cada diez argentinos señalan haber achicado sus gastos o planean hacerlo. Es lo que se desprende de una encuesta conjunta de la Worldwide Independent Network of Market Research (Win) y Voices! realizada sobre 29.739 personas de 36 países. La conclusión es que solo un cuarto de la población mundial afirma que vive cómodamente sin problemas. “Argentina (76%), Libano (69%) y Chile (65%) se encuentran entre los países con mayor porcentaje de población que declara tener dificultades financieras”, afirma el informe. El mismo detalla que son afectadas más las mujeres (67%) que los hombres (57%) y que las dificultades son mayores en el Conurbano (62%) y en el interior del país (63%) que en CABA (51%). Los más afectados conforman la franja de edades que va de los 35 a los 49 años, probablemente porque pesa sobre ellos el mantenimiento de sus familias.
Los 40 años de democracia ininterrumpida que celebraremos los argentinos el próximo 10 de diciembre viene con una dolorosa asignatura pendiente: la libertad tan preciada que ejercemos no ha tenido el mismo correlato en materia socioeconómica y esa brutal falencia recae sobre toda la clase dirigente. Desde 1983, la ciudadanía ha probado todo tipo de peronismos y oposiciones sin conseguir un bienestar duradero y de raíces profundas. Parches, volantazos y si hubo alguno que otro plan consistente terminó malográndose por no saber o no querer hacer rectificaciones a tiempo. Fueron mínimos los momentos de cierto alivio y demasiados los de incertidumbre y desasosiego.
Políticos ensimismados en sus propios negocios, aferrados a su cuota de poder sin el menor rastro de la vocación de servicio que deberían tener no permiten ser optimistas en un año en que se sacarán los ojos con tal de retener el poder o arrebatarlo aquellos que no lo tienen.
Podrían aprender un poco de la renunciante primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinta Ardern: “Me voy -dijo- porque con un papel tan privilegiado viene la responsabilidad de saber cuándo eres la persona adecuada para liderar y también cuándo no lo eres”.