Manchar para reivindicar. Con cierta frecuencia algunos de los museos más importantes del mundo son sorprendidos por supuestos militantes de causas ecologistas que, para llamar la atención, embadurnan obras emblemáticas del arte universal.
Son acciones que, en sí mismas, constituyen una suerte de oxímoron: ¿pretenden exponer nuestra suicida indiferencia ante el cambio climático por medio de otro tipo de grave depredación como es atentar contra obras maestras?
Resulta curioso que el Museo del Prado se muestre tan vulnerable como para que dos activistas se peguen a las majas de Goya ante la parsimoniosa reacción de los guardias, que la seguridad no pueda evitar que lancen sopa contra un cuadro de Monet en el Museo de Bellas Artes de Lyon o que le tiren crema de pastel a la mismísima Gioconda, en el Louvre.
La “mancha venenosa” (lejos está de ser un juego) se perfecciona y expande: arruinan el frente de la casa de Lionel Messi en Ibiza con pintura roja y negra. El colmo es la vandalización reiterada de la estatua de Ana Frank en Ámsterdam. Tiñeron sus manos de color sangre y le escribieron una frase en favor de la causa palestina. Hitler sonríe desde algún lado.